Las chicas Gilmore

Primer post del año y voy a escribir sobre algo que tenía en mente desde hace tiempo.

No me considero una experta en cine y televisión, para nada, eso se lo dejo a R. Pero sí tengo que decir que desde hace algún tiempo, veo todo lo relacionado con lo audiovisual de otra forma. Llevo siempre puestas las gafas violetas.

Soy fan de la serie «Las chicas Gilmore». Tiene ya unos años.

Siempre, de una manera u otra, me he sentido, o querido al menos sentir, identificada con Lorelai Gilmore en su papel de madre.

Imaginaba que, en cierto modo, yo era así, sin los adornos de dirigir un hotelito y tener un padre y una madre extremadamente ricos.

Me gusta ese concepto de familia y las vivencias que tienen en un pueblo que posee los beneficios de una ciudad, pero también las desventajas de un pueblo.

Visto desde fuera, los chismorreos, que todo el mundo conozca las andanzas de la otra persona tiene su punto divertido. Genera situaciones cómicas y las carcajadas brotan sin querer. Pero, si te detienes a analizarlo, no tiene tanta gracia que todo el pueblo esté pendiente de lo que haces, dices, que conozca tus miserias, tus miedos, tus problemas, aunque quieran ayudar.

Una madre adolescente que salió adelante con coraje y determinación.

Una hija que, en bastantes ocasiones, es más madura que la madre, quien se deja llevar por esa «locura» sana que arrastra a la hija a veces, o en la mayoría de las veces.

Una relación estrecha madre e hija donde hay confianza, complicidad y apoyo. Siendo totalmente diferente a la que se tiene con la abuela, la tercera chica Gilmore.

Esta relación madre e hija, la de las protagonistas totales de la serie, llegado el final de la adolescencia de la pequeña, sufre modificaciones, encontronazos y que se oculten acontecimientos o que no se sepa expresar determinados sentimientos o emociones vividos. Una relación de lo más normal, por otra parte.

Pero, finalmente, saben entenderse porque el vínculo creado es tan fuerte que saben que, pase lo que pase, se tendrán la una a la otra, pues son un apoyo imprescindible.

Una relación madre-hija un poco bucólica, pero no imposible.

Existen resquicios de unos primeros conatos de feminismo: hablan de la fuerza interior de las mujeres, son capaces de no depender de ningún hombre como marca la tradición cultural, salen adelante juntas, apoyándose y trabajando a una, leen a autoras y hablan de empoderamiento, de capacidades y se rebelan contra los mandatos machistas… Todo es mejorable, por supuesto, pues se suceden ciertos estereotipos y, a veces, roles. Pero es un buen ejemplo de la evolución y de cómo otro tipo de familia es posible.

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