En todos estos años por mi vida, como por la de cualquier persona, ha pasado mucha gente, buena, mala, regular,… pero de toda ella se puede aprender y sacar algo positivo.
Ya he comentado en otro post mi afición por los cuentos. De todo el mundo (mi familia y amistades) es conocida mi afición por la lectura que he ido cultivando en mí y en mi hija. He aprendido a amar los cuentos, a sacarles todo el jugo posible y en transformarlos a una herramienta de enseñanza.
En primer lugar, Juan Carlos Di Pane Sánchez, gran amigo, creador, artista, me dio la oportunidad de empezar a contar cuentos en Cruz Roja por medio del curso de «Cuentacuentos Interculturales», una forma de acercar las distintas culturas a las personas residentes en Salamanca. Grandes cuentos aprendí y conté con él, y, espero, seguir contando.
Como soy «culo» inquieto y no paro de estudiar, aprender y absorver enseñanzas de otras personas, se cruzó por mi camino Roberto García Encinas, dramaturgo y profesor de teatro. Ya lo he contado en otro post, pero el curso de Narración Oral impartido por este profesional y, ya, amigo, me dio más alas para seguir contando cuentos.
Como por pedir que no quede, y ante la inminente llegada de diversos talleres en los que tenía que hablar sobre agresiones sexuales, igualdad y violencia de género, le pedí a Roberto, si podía, un texto que hablara sobre esto último.
Lo creó, lo redactó y lo publicó en una revista cultural con la que colabora. Yo no lo pude utilizar en mis sesiones porque el público era bastante difícil, pero no quiero dejar de compartirlo ahora, debido a la reciente publicación de un informe a nivel europeo sobre la violencia de género, como consecuencia de las distintas informaciones y noticias conocidas en los últimos días de muertes de mujeres.
El mensaje puede ser claro y, a la vez, complicado de llevar a cabo, pero no podemos olvidar que los hombres y las mujeres somos iguales, que nadie se encuentra en un plano de superioridad en relación con la otra persona y que, cuando la relación está llena de violencia podemos comenzar diciéndole que… «si quieres Fairy, ya sabes dónde está el supermercado».
– ¡Vaya! ¡Se ha acabado el Fairy!
Bueno, al fin y al cabo daba igual. Abrió el grifo y echó un chorrito en el envase. Eso le daría suficiente espuma para fregar las dos tazas del desayuno, el plato de las tostadas y la cafetera italiana que su madre les regaló el día de la boda.
Armando acababa de marcharse a trabajar a la fábrica. Como siempre llegaba tarde porque le encantaba hacerse el remolón en la cama. Le había dado un beso y, como todos los días, le había recordado lo mucho que la quería y lo afortunado que era teniéndola a su lado. Verónica sonrió amargamente mientras secaba sus manos con un trapo de cocina.
Se dirigió al salón y se encendió un Chester mientras miraba aquel salón tan iluminado que tanto le había gustado cuando el agente inmobiliario les enseñó la casa ( Aquí van a tener luz todo el día. Y miren, miren que vistas) . Había tantos recuerdos entre esas paredes: El primer año nuevo juntos, las visitas de su madre, las noches de los sábados viendo películas y comiendo palomitas de microondas, las patadas mientras ella trataba inútilmente refugiarse en el suelo, entre el sofá y uno de los sillones…
Apagó el cigarrillo y fue hacia el cuarto de baño. Mientras se lavaba los dientes con el cepillo eléctrico que su madre le regaló en los últimos reyes, se quedó fijamente mirando la bañera con jacuzzi ( sin duda la joya de la casa para una joven pareja de recién casados) en la que un día brindaron con champán y pocos días después él intentó ahogarla porque había dejado tibia el agua del baño. Escupió la mezcla de saliva y pasta de dientes con rabia. Se miró al espejo y vio que su ojo ya estaba mejor, al menos podía abrirlo.
Mujer frente al espejo
Ya en el dormitorio (Miren que espacio tan espectacular. Aquí caben, además de la cama, hasta dos cunas por si un día deciden ampliar la familia), Verónica hace instintivamente la cama. Mira al suelo y ve que todavía queda algún resto de aquella figurita espantosa que les habían regalado en la boda de una prima de Armando y que se encontraba sobre la mesilla de noche. Eso había ocurrido hacía tan solo tres días: tres bofetadas y algunos cuantos daños colaterales. Con rabia volvió a deshacer la cama.
Del armario empotrado (¿Y qué me dicen de este armario? Ya tienen que gastar mucho en las rebajas para llenarlo por completo) sacó una maleta, aquella que le había regalado su madre para el viaje de novios a la República Dominicana, y la puso sobre la cama. La abrió y empezó a meter en ella ropa sin ningún tipo de orden. Tras meter el cepillo eléctrico la cerró y respiró hondo.
Volvió de nuevo a la cocina (equipada con inducción) y se sentó en la mesa en la que habían estado desayunando juntos hacía apenas una hora. Cogió un bolígrafo y la libreta en la que apuntaban la lista de la compra. Tras pensar durante unos minutos, decidió no escribir nada.
Se levantó de la silla. Cogió la maleta y miró por última vez esa cocina en la que había cocinado para él, por primera vez, una paella que a juicio de Armando era insípida.
– Si quieres Fairy ya sabes dónde está el supermercado.
http://revistatarantula.com/la-casa-de-sus-suenos/