El embarazo. El parto

Soy fan de la serie «Madres» que se puede ver en Prime Video. Considero que es una buena serie donde se aborda el rol de las mujeres como madres, lo que nos supone esto, lo que nos han dicho que significa, lo que la sociedad y la historia nos han contado que debemos hacer cuando nos convertimos en madres por convicción, porque es lo que toca o porque nos dejamos llevar y al final accedes a lo que se supone que tiene que ser otro paso más en la vida de toda mujer.

De forma secundaria se habla del papel del hombre como progenitor. Nos muestra los roles adquiridos en esta sociedad que aún sigue siendo patriarcal: sustentador del hogar, ocupando el espacio público, sin demostrar sentimientos, anteponiendo su trabajo, su vida a todo lo demás; porque ya está la madre para sacrificarse, renunciar, cuidar y ocuparse de todo lo relacionado con las criaturas que son responsabilidad de ambos, pero que la cultural patriarcal ha dicho que es tarea sólo de nosotras.

Tercera temporada de «Madres». Podría parecer que se está alargando la cosa en exceso (como dice mi madre), pero en esta temporada nos muestran el concepto de madre «moderna». Digo moderna porque se convierten en madres en el siglo XXI, cuando, en teoría, hemos avanzado mucho en materia de igualdad, las peticiones del feminismo están obsoletas y nos quejamos, las mujeres, por puro vicio.

Gracias a todos estos años de estudio, de lectura sobre feminismo (y lo que me queda), de investigación, de reflexión, de conversaciones… he sido capaz de identificar situaciones, una en concreto, sin necesidad de que el guión me lo dijera. Además, en cierto sentido, pude verme reflejada en la historia de Raquel (coincidencias, destino o casualidad): una madre primeriza que quiere vivir su parto soñado y, a la que, todo se le tuerce y se convierte en un ser que ni merece ser oído ni al que se le permite hablar.

En esta temporada, en otros temas, se aborda el tema de la «violencia obstétrica». Ésta se define como las prácticas y conductas realizadas por profesionales de la salud a las mujeres durante el embarazo, el parto y el puerperio, en el ámbito público o privado, que por acción u omisión son violentas o pueden ser percibidas como violentas. Incluye actos no apropiados o no consensuados, como episiotomías sin consentimiento, intervenciones dolorosas sin anestésicos, obligar a parir en una determinada posición o proveer una medicalización excesiva, innecesaria o iatrogénica que podría generar complicaciones grave. Pero también se puede producir una violencia psicológica que se puede realizar, por ejemplo, dando a la usuaria un trato infantil, paternalista, autoritario, despectivo, humillante, con insultos verbales, despersonalizado o con vejaciones. («La violencia obstétrica: una práctica invisibilizada en la atención médica en España», Javier Rodríguez Mir y Alejandra Martínez Gadolfi).

Es tu cuerpo, tu embarazo, tu futura/o pequeña/o, tu parto… y no te tienen en cuenta, no te informan, no te explican los pasos a realizar, las consecuencias… y, en ocasiones, te conviertes en un «mono de feria», sin pedirte permiso, para un grupo de estudiantes.

Viendo estos capítulos en los que se trata de este tipo de violencia tan invisibilizada (más que otras violencias sufridas por mujeres) fui consciente de mi propio parto.

Una joven más asustada que otra cosa. Nerviosa. Expectante. Concentrada en la respiración para no sentir tanto dolor (nada de epidural, no entraba por la Seguridad Social, qué conste). «Disfrutando» de la habitación con vistas (ironía). Sentada en un sillón, espatarrá porque era como mejor se encontraba. Paseos desde las 4.00 de la mañana. Y después de unas 5 ó 6 horas, te obligan a tumbarte en la cama y ya no moverte más hasta el momento de caminar hasta el paritorio. Te atan (me vais a perdonar, pero hace 22 años yo me sentí así) a los monitores para «controlar» las contracciones y el latido del bebé. Entran en la habitación cada X rato (que se te hacen eternos) y te miran los centímetros de dilatación. Pasan las horas y los turnos (los 3: noche, mañana y tarde). Y te felicitan porque, tan joven, lo estás haciendo muy bien (no gritas, no lloras), no como las otras mujeres de otras habitaciones que las escuchas gritar de dolor, pero yo bien. Inspira por la nariz, expulsa el aire por la boca. Piensa en el objeto que has elegido en las clases de preparación al parto para relajarte (una manzana, sí, raro, lo sé). Respira cuando sientas la contracción. Dolores cada vez más y más intensos y pasan de ti. Con 8 ó 9 cm de dilatación desde hace horas. Al final sale la «bruja» que llevas dentro y das un ultimatum: o vienen a echarme una mano o sale ya, imposible contener las ganas de empujar.

Caminando hasta el paritorio. Túmbate. Empuja. Respira y empuja. La matrona/enfermera se sube encima de tu gorda barriga porque la/el bebé está tan bien dentro de ti, que ha decidido que no quiere salir. Sufrimiento. Lágrimas. Ahí ya sí hay gritos (me lo dice mi madre después). Y sale. Alivio. Llora (normal, con lo a gusto que se encontraba y tiene que salir a este frío mundo). La ponen en tu pecho. Sonríes. Tu bebé. Tu niña. Pero aún no se ha acabado. Falta la placenta. Un último empujón. Cansancio. Ahora queda coser. ¿Coser? ¿Cuándo me han hecho los cortes (episiotomía)? ¿Por qué? A dolor vivo. Ahí sí los gritos son enérgicos. Para. Cara de preocupación. Hemorragia. Llamada al ginecólogo de urgencias. Cara de fastidio (lo veo y eso que ni llevaba las gafas ni, por supuesto, las lentillas). Exploración sin ningún tipo de cuidado. Hay que parar la hemorragia porque si no se consigue, hay que ir a quirófano (habla al aire, a la habitación, a la matrona/enfermera). No, no. Quirófano no. Acción enérgica. Silencio por tu parte. ¿Qué ha pasado? Dolor. Dolor intenso. Te muerdes los labios y te agarras al «potro de tortura». Contención de la patada que darías a ese hombre, que parece enfadado por haberle molestado en su guardia, con las pocas fuerzas que te quedan. Se marcha. Te quedas tumbada en la camilla aguantando el dolor. Ojos y labios cerrados con fuerza. La matrona/enfermera te lleva a la habitación. Te ayuda a cambiarte e inicia un monólogo quejándose de la actitud del ginecólogo. Tú sólo quieres tumbarte y descansar. Exhausta. Dolor.

Amnesia de algunos de los recuerdos.

Y, de pronto, viendo un capítulo de la tercera temporada de «Madres», te das cuenta que has sido víctima, hace 22 años, de violencia obstétrica y que tú no lo sabías hasta ahora. Y entiendes, en cierto sentido, lo que ha podido sentir esa mujer que está interpretada por una actriz y lo que han podido sentir cientos y cientos de mujeres que ven como su cuerpo cambia y sus hormonas se revolucionan y que, cuando llega el momento de parir, e incluso antes, nadie la informa y la tratan como un mueble bajo la frase «lo importante es que todo salga bien», actitud paternalista.

Sólo pedimos que se nos tenga en cuenta, que nos hablen, que nos cuenten, que sean seres empáticos en ese momento y siempre… Si te explican las cosas tú podrás gestionarlo de otra manera, sabrás cómo hacerlo. Si tú no cuentas en uno de los momentos más trascendentales de tu vida, ¿cuándo? Sigue siendo tu cuerpo.

12 de octubre

Este post tenía que haber sido publicado el martes. Acontecimientos familiares impidieron que esto fuera así.

Sin embargo, «todos los santos tienen octava», que decía mi abuela materna. Y sobre ella van estas líneas.

Por aquí las cosas han seguido su curso, aunque ya no estés. La vida continúa, aunque desde que te fuiste, se ha vuelto muy «perra» (en sentido negativo) y nos ha quitado a varias personas queridas.

Te escribo en tu cumpleaños (92 otoños hubieras cumplido) porque es mejor recordarte en este momento, en la alegría de lo vivido, que unos días después, cuando no me apetecerá «celebrar» tu marcha.

Sigues estando, aunque tu cuerpo no esté conmigo, en las fotos, en los recuerdos, aquellos que tú perdiste y los propios, los que creamos juntas. Son recuerdos que provocan nostalgia, pero también alegría porque tuve la suerte de vivirlos contigo, de compartirlos y atesorarlos hasta el día que yo ya no esté aquí.

La suerte de vivirte, la suerte de escucharte cantar como Imperio Argentina o Concha Piquer, la suerte de resguardarme entre tus brazos cuando me sentía mal, la suerte de llamarte «mamá» equivocándome, la suerte de irme de «vacaciones» a tu casa sin saber cuándo regresaría a la mía, la suerte de los juegos en la terraza con mis primos, los audios en casette cantando y contando, las «catalanorras» vigilantes, las confidencias con mis primos bajo tu atenta mirada, la cochera que necesitaba ser barrida, los flanes individuales, los partidos de voleibol…

Hay tantos recuerdos y tan buenos… que es difícil no tenerte presente. Han sido tantos años de convivencia, de sonrisas cuando me descubrías cantando «ópera» en el salón de casa o cuando jugaba a ser librera en pleno verano. Tantas cosas, que estos casi 12 meses de ausencia se sobrellevan como se puede.

Si bien es cierto que los últimos 3-4 años ya no eras tú, ya no eras mi «agüelita», aunque si te mirábamos fijamente a los ojos, en el fondo de ellos estabas y sonreías.

Los últimos años he tenido la suerte de cuidarte y de devolverte tanto, aunque me ha parecido corto porque te debo mucho, que no tengo vida para agradecértelo.

Ya no está la «abuelita Corazón», pero tu gente te llevamos tan dentro, que perdurarás para siempre.

Como cada 12 de octubre: Muchas felicidades.

Ahora cuida y siéntete acompañada por aquellos que te quieren y están a tu lado en el Cielo.

La espera

Aunque en mi cabeza llevo días pensando en el contenido del post, sabiendo sobre qué iba a escribir, hoy todo se ha dado la vuelta y no lo tengo tan claro.

El título no hace referencia a la canción que cantaba Sara Montiel «fumando espero, al hombre que yo quiero…». Tampoco hace referencia a la denominada «dulce espera»: la llegada de un bebé al mundo. Que de dulce, dulce creo que, en realidad tiene poca, pues todo son miedos, incertidumbres, malestares, agobios, controles, etc. Otra de las bucólicas ideas que nos han metido en la cabeza y que no es más que un mito.

Te pasas la vida esperando: al autobús, un beso que parece que no llega, las notas de los exámenes, el primer trabajo, la primera nómina, el trabajo de tu vida, a la pareja «perfecta» (ésa que no existe, pues tienes que buscar a alguien que te complemente, que te apoye, te ayude, te haga crecer…), a ahorrar lo suficiente para hacer el viaje de tus sueños, la llegada de un bebé, el abrazo de aquella persona que hace tiempo que no ves o que viste ayer, a que esa persona dé el primer paso para desenmarañar el lío creado por no recuerdas el motivo, la llegada de un correo (postal o electrónico), el momento perfecto para decir «te quiero», el momento adecuado para dedicarte tiempo a ti, a leer un libro, a comprar esa TV que tantas ganas tienes,…

Esperamos tanto, que perdemos mucho tiempo esperando y la vida se nos escapa entre nuestros dedos sin darnos cuenta.

Cuando te quieres dar cuenta eres una persona «anciana» entre 40-49 años y piensas: ¿Qué he estado haciendo yo durante este tiempo?

Muchos de tus planes los dejas para el momento de la jubilación. Y cuando te jubilas, la vida te depara una gran sorpresa que no te esperabas. Te da un zarpazo y te quita ese tiempo que tú creías que tenías.

El reloj de arena tiene un agujero por el que pierde parte de ese tiempo que no recuperarás. Cuando te das cuenta ya es tarde. Quieres darte prisa en vivir todo aquello que crees que te falta, que ansias, que deseas, que quieres… pero no tienes el tiempo suficiente.

Ya sólo te queda vivir esperando el desenlace final. Haciendo lo que tus escasas fuerzas y el escaso tiempo te permiten. Tú quieres arañar más tiempo, quieres recuperarlo, pero es tarde. Sólo te queda, esperar.

Reflexiones lluviosas

Mientras me tomo un té, estoy sentada delante del ordenador, al lado de la ventana, viendo como llueve. Pienso que hoy, sí o sí, tendré que salir de casa para terminar mi mini jornada laboral acompañada del paraguas. Hasta el día de hoy me había librado de ese utensilio que siempre nos molesta, pero que necesitamos si no queremos caminar por la calle empapadas.

Durante la sesión de yoga matutina se me ocurrían frases que escribir en el post de hoy. Siempre me sucede en los peores momentos. Ley de Murphy suelen decir.

Normalmente soy de pensar, de reflexionar, pero esta pandemia está haciendo que mi Soledad y yo seamos convivientes obligados y que, en ocasiones nos llevemos regular. Esas reflexiones no tienen nada de positivo y la culpa es Suya.

En muchas ocasiones, la Soledad es autoimpuesta por responsabilidad, por coherencia, por precaución, por… En otras ocasiones la odio con toda mi alma y ella se ríe de mí desde el otro lado del sofá. No tiene piedad. Es rencorosa por todas las veces que la he apartado de mi lado cuando ella se aferraba a mí con insistencia.

Ahora se está tomando la revancha y, a veces, gana. Y se regodea. La muy…

La c****** se está instalando confortablemente a mi lado y no tiene intención de marcharse en mucho tiempo. Lo siento, lo noto, lo veo. Y la miro con odio, con rabia, con frustración. Pero no se da por aludida.

Ésta es la segunda semana que la noto tan pegada a mí como nunca lo ha estado la sombra de Peter Pan a él mismo. Me envuelve con su manto negro y enorme. Me susurra al oído que vamos a ser compañeras de piso durante mucho tiempo; más del que yo quisiera. Ella se ríe. Yo trato de ignorarla, ni la miro.

A pesar de que me gustaría «correr» (no en el sentido literal, bien lo sabe quien me conoce) por el monte, cuan cabritilla (como decía mi abuela), respirar aire puro, abrazar un árbol, mirar al cielo y «empaparme» de la tranquilidad de la naturaleza, ella me dice que no será posible, que aún tenemos que compartir mucho y que hay que hacer remodelaciones en esta casa que ahora compartimos.

Me niego. Aunque, a veces, cada vez más, las fuerzas flaquean.

Creo que tengo que cambiar de estrategia. Reflexionaré sobre ello acompañada por el sonido de la lluvia.

Diario de una pandemia: 2020

Hace unas semanas me preguntaron si no iba a seguir con «Diario de una pandemia». Les dije que no sabía. Tal vez introdujese algún post con ese título entre medias de lo que escribiera, o tal vez no.

Nos encontramos ante el 30 de diciembre de un año que, aunque nos pese, nunca olvidaremos. Y aquí estoy titulando este post como «Diario de una pandemia…». Es el momento, aunque no queramos admitirlo, de hacer balance de lo que hemos hecho, conseguido, alcanzado, logrado y de lo que nos ha sucedido en este año que finaliza mañana.

Como ha dicho en alguno de sus tweets @farmaciaenfurecida, este 2020 hemos tenido tres meses: enero, febrero y COVID.

Hemos pasado del invierno, a poder a salir a la calle cuando empezaba el calor.

No tenemos que perder el sentido del humor a pesar de las circunstancias.

Es necesario hacer balance para sacar provecho de todo lo bueno y aprender de lo que no lo ha sido tanto.

Yo empecé el año habiendo tenido que tomar una de las decisiones más difíciles que he tenido que tomar a nivel laboral. Pero debía hacerlo si quería tener la oportunidad de encontrar algo mejor, por mucho que me gustara el «trabajo» que dejaba atrás. Pero no tenía ni idea de que meses después, por mucho que buscara, no me saldría la oportunidad porque todo se tambalearía, quedando paralizado prácticamente todo el mundo.

Pues bueno, entre hospital y hospital, llegó el momento del confinamiento, el aislamiento, las videollamadas, las series de televisión y películas, el ejercicio guiado a través de una pantalla, lecturas pendientes, aprender a tricotar con agujas de ganchillo, cocinar pan, bizcochos, pizzas… Pero también el momento de unirme a jornadas de formación, plataformas online y envío de cv. No todo iba a ser ocio en tiempo de covid-19. Ni mucho menos.

Verano de trabajo atípico en un pueblo cercano a Salamanca y siempre con mascarilla y gel en la mochila. Verano de calor, cansancio mental y distanciamiento social. Verano de restricciones y temores.

En resumen, este 2020, para mí ha sido el momento de valorar el derecho a decidir. Decidir qué hacer: quedarse en casa o salir, quedar con amistades o familiares o renunciar a las quedadas, estudiar esto o lo otro, apuntarse a esta formación o dejarlo pasar, enviar el cv a esta oferta, a esta otra o a las dos… Decisiones.

El covid-19 nos ha quitado la opción de decidir, de elegir, de seleccionar qué, quién, cómo o dónde de una manera libre.

Nos ha dado permiso para salir, pero cumpliendo sus condiciones. Si no lo haces, tienes muchas posibilidades de que te vayas derechita al aislamiento hospitalario o domiciliario. Palabrita de covid.

Ahora, en mi caso, cuando quedo con determinadas personas (un grupo selecto) las cosas han cambiado. Te ves con mascarilla, quirúrgica o no, mantienes las distancias, sin apenas contacto (imposible que las peques no te toquen, no te pidan que las cojas…), en lugar de quedar en tu cafetería favorita, prefieres optar por pasar frío al aire libre o en casa de alguien manteniendo distancia, con el gel cerca o lavándote las manos cada dos por tres.

Este 2020 echo en falta los besos, los abrazos, el ver las sonrisas dibujadas en vuestras caras, las peleas físicas que terminan en risas y dolores de barriga de tanto reír. Echo en falta el poder quedar libremente sin miedo a que nada extraño entre en mi cuerpo y pelee con mi sistema inmunológico. Echo de menos poder viajar a la capital y pasear por sus calles, ver a mi familia, quedar con mi prima para pasear por el Paseo Recoletos, ver las maravillas que las artesanas y artesanos hacen y querer comprarlo casi todo. Echo de menos tener la opción de decidir viajar un sábado o un domingo saliendo de los límites de la provincia de Salamanca sin el temor de que estás haciendo algo ilegal.

He añorado no poder salir de viaje low cost con mis amistades en el puente de «la Inmaculada Constitución». También he echado en falta todas las presentaciones de mi libro que han quedado pendientes, a pesar de que algo se haya realizado online; pero me gusta el cara a cara, el contacto visual sin tener una pantalla de por medio, el poder firmar libros mirando a la cara a la persona destinataria de la dedicatoria.

Nos las hemos tenido que ingeniar para estar presente, a pesar de la distancia física, al lado de las personas que queremos. La imaginación y el querer han ganado, pero siempre echamos de menos algo.

Este año pasará a los anales de la historia. Será estudiado por las generaciones futuras. Será analizado de una forma objetiva, espero.

Este año 2020 termina. Pero creo que no debemos poner muchas esperanzas en el 2021, sólo las justas, y no bajar la guardia.

Pérdidas y encuentros

Este 2020 va a ser recordado por los siglos de los siglos. Amén (que diría mi Abuela). Saldrá en los libros de texto, posiblemente, y formará parte de la EBAU-Selectividad o como se llame el examen «de acceso» a la Universidad dentro de unos años.

Cada persona, como todo, lo estamos viviendo de una manera diferente. Hay personas más responsables que otras, más precavidas, menos…

Estamos perdiendo tiempo, momentos, abrazos, besos, caricias, conversaciones cara a cara… Estamos perdiendo personas por culpa de la pandemia, pero también por otras causas que han pasado a un segundo o tercer plano.

Estas pérdidas nos pasarán factura. Bueno, quizás ya nos la esté pasando.

Personalmente he perdido a un ser muy muy querido. Era una pérdida anunciada y esperada desde hace bastante tiempo. Pero esto no significa que no duela.

Me decía un amigo que esperaba que yo estuviera peor, que lo llevara mal. Lo cierto es que, como le contesté, «ya lo había llorado» en la soledad de las distintas habitaciones de hospital que había visitado en los últimos años.

También es cierto que, puede ser, que me pille algo más madura; que la soledad de espíritu me haya hecho aceptarlo poco a poco, con el tiempo.

Como dice mi hermano: ella dejó de ser ella hace mucho tiempo.

La pérdida era inevitable.

Tengo el recuerdo, marcado a fuego en mi mente, de su mirada el día antes de su marcha. Su mirada penetrante, su mirada nublada por las cataratas de recuerdos que se iban marchando cada vez más rápido. Ahora pienso que era una mirada de despedida.

Hay pérdidas que son necesarias, aunque nos aferremos a ellas como si fuera lo único que tenemos. Aunque nos pueda el egoísmo de nuestro amor, aunque nos cueste soltar y nos ahoguen las lágrimas y la congoja.

Hay pérdidas que son necesarias para poder vivir.

Hay que soltar para encontrar. Hay que soltar para vivir.

Las pérdidas son ley de vida. Pero eso no significa que no duela, que no te encoja el alma y se forme un nudo en la garganta cuando se agolpan los recuerdos y las ausencias.

Las pérdidas, siempre son pérdidas y duelen.